LUNAS DE SATURNO

  Cuando la vio por primera vez, sintió como un cortocircuito le recorría por entero. Aquella era una sensación nueva para él, la reconoció por haberla apreciado en otros, recordaba cada palabra transmitida por aquellos hombres en la soledad compartida, incluso tenía información suficiente sobre ella; nunca imaginó sentir algo así, es más, nunca imaginó sentir.

  Procesó lentamente sus recuerdos, le pareció algo inverosímil…recuerdos.

  Su primera visión de ella había sido entrando en el hangar, manipulando hábilmente una pesada carga, le sorprendió, sabía que pertenecía a la unidad encargada del suministro y abastecimiento de las naves, pero los de su categoría hacía tiempo que habían sido apartados de esos trabajos.

Él era supervisor del área 3B, responsable del mantenimiento de dichos aparatos, y la última unidad enviada allí. Además, ostentaba un rango superior.

Aún podía ver el reflejo de las estrellas en ella, de miles de nebulosas centelleantes estallando en torno a sí, y como, cuando se giró hacia él, su intensa mirada azul le atravesó produciéndole un autentico recalentón. Tuvo que estar varias horas fuera del hangar para bajar su temperatura o hubiese sufrido un colapso.

  Días después, ella, le sorprendió observándole. Tenía una eficacia extrema en todo lo que hacía, sus brazos se movían ágilmente entre cajas y herramientas, y sus pinzas eran de tal precisión que hasta las más mínimas piezas eran manejadas con increíble soltura. Su fisonomía era conforme a los primeros androides que se crearon; un autómata humanoide de base biónica, pero sus acabados reflejaban una exquisita dedicación en su cuidado y reparación, seguramente su mecánico-base era de la antigua escuela.

Se desplazaba tan suavemente que parecía que flotaba sobre un campo magnético. Su estructura era una delicada mezcla de diversas aleaciones, fruto de los primeros experimentos con metales de otros planetas; y aquellos refinados toques de cerámica plutoniana, sí, eso le confería un aire casi imperial, clásico de los primeros modelos.

Le gustaba mirarla, sobre todo cuando hacía los trabajos de descarga de las naves. Aquel era justo el momento en que, encontrándose en el exterior, quedaba realzada sobre las estrellas…Saturno parecía girar solo por y para ella.

  Durante las semanas que pasó en la base estuvo muy pendiente de ella, se escudaba en su rango y en una, en aquel momento, obsesiva dedicación a su cometido.

Cibor-Nex 34 había sido creado bajo unas claras premisas; facilitar el trabajo técnico y mecánico en las bases exteriores, y tener la facultad de poder interactuar con los humanos.

Los Cibor-Nex era la última generación de ciborgs con los avances más sobresalientes, tanto en biotecnología como en cibernética. Su estructura era casi inalterable, no solo por el tiempo, sino ante posibles accidentes. Tenían la capacidad de reestructurar sus formas molecularmente sin ninguna ayuda externa. Su aspecto era ya tan humano que se relacionaban de forma fluida con ellos, eso les daba la oportunidad de captar matices y sentimientos que habían sido insertados, básica y deliberadamente, en su sistema. La intención era que desarrollasen individualmente, y de forma espontánea, una personalidad, produciendo así ciertas reacciones “naturales” diferentes en cada uno de ellos. De alguna manera, su humanidad.

  A Cibor-Nex 34 le gustaba pasar horas inspeccionando las naves, había creado un vínculo directo con cada una de ellas y sus tripulantes, alguno de aquellos hombres llegaban a olvidar que, él, era un ciborg. Solían contarle sus más íntimos anhelos, sus frustraciones y esperanzas, él escuchaba, pero ahora sentía lo que otras veces había visto reflejado en el interior de aquellos hombres.

  Cuando Bión-100, ese era el código que a ella se le había asignado, caminaba junto a él, parecía ralentizar su paso; sus movimientos se hacían más lentos y suaves, como si el tiempo se hubiese detenido para el deleite del universo.

Él la contemplaba con el mismo éxtasis que había sentido la primera vez que llegó a las puertas de Orión. Le invadía una sensación completamente nueva, el placer que solo los sentimientos inexplicables podían producir.

Bión-100 parecía sentir lo mismo, prácticamente había reducido su trabajo al entorno en el que Cibor-Nex 34 se movía, y aunque no intercambiasen palabras, pues no era una función que ella tuviese programada, sí intercambiaban datos con sus lectores de láser. Las horas parecían ser pequeños saltos en el espacio, momentos que ya nada borraría en toda la eternidad.

  Aquel día, tras semanas de expectantes descubrimientos, el cargamento recién llegado tenía que ser descargado con cierta rapidez; la nave de suministro debía salir con premura hacia la siguiente base que se encontraba en estado de emergencia.

El hangar era un torbellino de personal afanándose por minimizar el tiempo de evacuación, Bión-100 se encontraba en el exterior apilando contenedores estancos con la ayuda de un titán, las prisas, una suspensión mal calculada, la fatalidad…

  Todo transcurrió en unos segundos.

Cuando Cibor-Nex 34 llegó hasta ella, solo pudo ver su mirada buscándole bajo aquellos hierros retorcidos, la grúa había aplastado casi la totalidad del cuerpo, solo su cabeza, y uno de sus brazos, luchaba por liberarse.

Él, desconcertado ante algo que no sabía explicar, se arrodilló a su lado, sintiendo que su sistema energético perdía intensidad, incapaz de procesar aquello. Comprendió que solo podía hacer una cosa: tomó su pinza suavemente entre sus manos, fundieron sus miradas más allá de sus procesadores, intercambiando por vez primera un sentimiento, al menos, es lo que él determinó tiempo después.

Allí, bajo aquellas estrellas que un día la trajeron a él, cambiando definitivamente su concepto del universo; la desconectó.

Su mirada azul fue desvaneciéndose en la inmensidad, en el último segundo, antes de apagarse, un hilo de intensidad cruzó entre ellos; era la imagen que ella veía en su final, Saturno…sus lunas…el infinito…

  Ya habían pasado más de veinte años, o tal vez un siglo, a Cibor-Nex 34 el tiempo siempre le parecía el mismo.

Ahora, sentado sobre las dunas de aquel recóndito planeta, atrapado, viendo cómo aquella llameante estrella se aproximaba hacia ellos, pensó en Bión-100, y supo que las lunas de Saturno nunca fueron más bellas que cuando las vio reflejadas en su mirada.

                                                                                               

                                                                                 

(Ciencia Ficción)

                                                       

                                                         SOLO UN ABRAZO

  Solo fue un abrazo, solo eso.

  Para él, un cálido recuerdo de la humanidad, el sentimiento perdido de que existía, que tal vez era visible. No debía recordar haber sentido aquel cúmulo de emociones, un nudo ahogaba su garganta, no pudo evitarlo, se sentó sobre las cajas y lloró. Parecía tan solo e indefenso. Solo pudo decirme que nadie le había abrazado. Yo le miraba atónita, solo había pretendido ser amable, un acto instintivo de afecto. ¡Parecía necesitarlo tanto! Siempre solo, callado, tan apenas levantaba la cabeza, ni mucho menos se atrevía a mirarte al hablar, durante meses solo habíamos intercambiado cortas frases de trabajo, ni siquiera sabía su nombre. Su aspecto era normal; delgado, no muy alto, de facciones finas y dedos largos, y siempre gris, todo su aspecto era gris, como si su alma estuviera apagada y solo viviera en la trastienda de la vida.

  Aquella tarde al llegar me miró. Yo llegaba pletórica, era feliz y creía que todo el mundo debía serlo, quería compartirlo con todos. Le sonreí mientras recogía los partes que él me daba – Es mi cumpleaños --dijo esquivando la mirada, volví a sonreír, di unos pasos y le abracé mientras le felicitaba, y lloró.

  Respiré, me senté junto a él, tenía sus manos sobre las rodillas. Le miré y lo vi; la soledad, el tiempo que ya no vuelve, el vacío que todo lo llena. Me pregunté cómo llegábamos a esto, apiñados los unos con los otros y a la vez unos tan lejos de otros, esa soledad que rodea entre la multitud y que atrapa a todo el que camina.

  Lloraba, pero casi era felicidad. ¿Por un abrazo de una desconocida? Cuánta soledad, cuánta represión hundida en el alma y cuánto agradecimiento por una migaja, cuánto desasosiego contenido. Le escuché, mi felicidad me parecía insultante, solo podía estar ahí, a su lado, y compartir con él su burbuja de aliento. El tiempo pasó, yo me fui algo más ligera y él, un poco más vivo.

             

(Lírica Narrativa)

                                             

                                            DESDE LA TERRAZA

  El calor era abrasador, lo notaba sobre todo en sus rodillas encendidas y vibrantes. Por alguna misteriosa razón, Paula tenía una especial sensibilidad en ellas. Recordó entonces como en el colegio, al inicio de la pubertad, el ligero escalofrío que sintió recorrer por su, ya entonces, rotundo cuerpo. Fue justo en el momento en que la enfermera le limpiaba suavemente con el algodón impregnado de agua oxigenada y soplaba levemente sobre la herida de su rodilla. Al principio, aquella situación le hizo ruborizarse, pero el tiempo y aquella sensación tan placentera le hicieron abandonarse al mundo de los sentidos. Recordó lo mucho que empezó a visitar la enfermería desde aquel momento…

  Paula sonrió al pensar en aquellas pequeñas anécdotas de su adolescencia, sus sensaciones, los impulsos desbocados y desconcertantes. Esas primeras experiencias se mezclaban en el laberinto de la sensualidad, sentidos y sentimientos, algo completamente nuevo para ella.

  Empezaba a notar el calor por todo su cuerpo; debía ser cerca del mediodía, ya casi era la hora. Paula se incorporó un poco en la hamaca, justo para quedar medio recostada y tener una visión perfecta del edificio de enfrente. Durante unos minutos acomodó su cuerpo en un ritual que le producía cierta excitación, sin duda por saberse observada. Con un spray de after sun calmante, roció generosamente su cuerpo y, después, con absoluta calma y suavidad, acarició sobre su piel el producto para que quedase bien repartido.

Primero, doblando sutilmente las piernas, masajeó sus pies para ir subiendo por sus gemelos, se recreó ávidamente en sus rodillas, mordiéndose un poco la punta de la lengua para no dejar escapar un suspiro de placer. Al llegar a sus caderas se ladeó ligeramente, a uno y otro lado, para repartir por sus redondos y amelocotonados glúteos parte de la crema, volviendo a colocar después bien su minúscula braguita. Su vientre temblaba ligeramente, tenía una graciosa forma de corazón que lo hacía de lo más sensual y atrayente. En su ombligo se agolpaban pequeñas gotas de sudor que se deslizaban sinuosas desde el canal que se abría entre sus arrogantes pechos. Cuando dejó de masajear sus senos y sacó las manos de debajo de su bikini, los pezones marcaban perfectamente las florecitas del sujetador. Para finalizar se recreó en sus contorneados hombros; jugando alrededor de su cuello como una niña, acarició sus brazos y masajeó uno a uno sus dedos. No había un solo centímetro de su piel que no estuviera bien protegido.

  Oyó las campanadas, eran las doce. Alargó la mano hasta la mesita que tenía cerca y cogió la gorra. Se la puso bien encajada en la cabeza, de forma que la visera le evitase el resol que había; se quitó las gafas y, al dejarlas sobre la mesa, cogió el botellín de agua. Tenía mucha sed, y ardía por dentro, así que bebió ávidamente mientras notaba cómo el agua caía y se desbordaba por las comisuras de sus labios, refrescando débilmente su pecho. Mientras cerraba la botella, fue humedeciendo con la lengua sus labios, lentamente, para que quedasen hidratados ante el momento que iban a presenciar.

  Con la última campanada vio como las láminas de bambú del amplio ventanal del 6º C se abrían por fin.

Puntual, como todos los jueves, Joao, así había decidido llamarle ella, entraba sudoroso en su apartamento. Volvía de su clase de Aero-Box, completamente empapado y sin un ápice de recato. Nada más entrar, y después de abrir las persianas que daban entrada a todo el apartamento, se quitaba camiseta y zapatillas, y de esa manera se dirigía a la cocina. Allí, meticulosamente, se preparaba un concentrado de proteína, vitaminas y varios reconstituyentes. Durante ese proceso, Paula, podía recrearse con su espalda. Realmente toda ella era perfecta, desde su cuello ancho, pétreo, pero distinguido, como de sus hombros, que marcaban fibrosamente cada pequeño musculo sin exageración posible. Después bajaba admirando la precisión casi Davidiana de sus dorsales, como subrayaban perfectamente su columna, para terminar en la frontera de esos esculpidos lumbares que eran la presentación de su duro glúteo. Porque lo que tenia realmente como una piedra era su culo. A ella le encantaba cuando él, en un acto totalmente “inocente”, se recostaba sobre la repisa a ojear el periódico y dejaba completamente exhibida esa parte, además, solía llevar un pantalón de deporte que dejaba poco a la imaginación, y Paula tenía mucha.

Después de eso se daba una ducha rápida y, fresco, mojado y completamente desnudo, se recostaba en el sofá, sobre el que había extendido una amplia toalla de color vainilla. Aquello contrastaba con el moreno dorado de su piel. Paola estaba convencida de que era brasileño, al menos eso también es lo que ella había decidido. Una vez tirado sobre la toalla se dedicaba a repasar las llamadas de su móvil, y a devolver algunas. Durante ese tiempo, Paula, saboreaba cada movimiento de él como si fuesen los suyos. Observaba como las gotas de agua resbalaban por su torso bien definido y depilado a la perfección, veía como sus oblicuos remarcaban con total precisión su erecto pene, parecía increíble que después de aquella ducha su miembro estuviera tan firme y dispuesto. Aquello también había convencido a Paula de que él era un gigoló.

Comenzaba a sentir una cierta agitación; su respiración se aceleraba débilmente, quizás por el calor que ya casi asfixiaba, como por la excitación que sentía ante aquella escena. Solo la voz de Carol le hizo volver a la realidad.

--Paula, ya son las doce y media --su ayudante se acercó decidida cruzando toda la terraza--, ¿te parece que vayamos dentro?

--¡Ah!, si, querida, vayamos dentro. --Paula volvió a colocarse las gafas.

Carol acercó la silla de ruedas y, con un movimiento enérgico y delicado, cogió a Paula y la puso sobre ella.

--¿Qué tal esta mañana, interesante? —La joven preguntó mientras giraba la silla hacia la entrada de la casa--. ¿Quién tocaba hoy? ¿4ºB, 5ºC o alguno nuevo?

--Joao, el del 6º C, ese chico me pone…

  Carol comenzó a dirigirse hacia la casa, justo antes de entrar, se volvió y miró el edificio de enfrente. Su gran pared decorada únicamente con un enorme cartel publicitario le hizo sonreír. Llevaba con Paula desde que ésta tuvo el accidente, había perdido tanto movilidad como visión, aunque estaba claro que ella tenía una visión propia del mundo que la rodeaba.

--Tengo las rodillas ardiendo, cielo, ¿me darás crema en ellas?, ¿sí? —La voz de Paula sonaba melosa mientras alarga su mano hacia atrás en busca de la muchacha--. Ya sabes que sin ti no puedo hacer nada.

--Claro, Paula, no te preocupes…--La joven siguió sonriendo con risueña picardía.

                                                                                                             

(Narrativa Erótica)